“El ángel les dijo: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».” (Lc. 2, 10-12)

La Navidad es para todos una vieja conocida. Pero también podríamos decir que es una “vieja desconocida“. Creo que ambas cosas se dan a la vez, igual que todo lo que tiene relación con Dios: en parte lo conoces, pero en parte (una gran parte) no lo conoces.

Así es también este misterio, porque la Navidad es un  misterio. Todos creemos conocerlo, desde el que te felicita unas fiestas genéricas por no nombrar el nombre de la fiesta en cuestión, hasta el mayor de los místicos, que arde de amor ante la presencia del Niño en el portal, pasando por el despistado que se cree rebelde felicitando el solsticio de invierno. Pero es desconocido para todos y cada uno de ellos. En distinto grado, pero ninguno se acerca siquiera a entrever hasta qué punto la Navidad es algo a celebrar y algo eternamente nuevo y actuante.

Hace años, la Navidad me parecía un sinsentido. Nunca llegué a la tontería de quitarle el nombre, pero sólo tenía ojos para la hipocresía de quienes se ven forzados por el “espíritu de la Navidad” a simular buenos deseos para los demás, que serán olvidados el 7 de enero y de que sólo fuera una excusa para vender y comprar, para las comilonas y las juergas. Mucho ruido, pero pocas nueces.

Después, o quizá de forma simultánea, recuerdo que había una parte que me gustaba especialmente: ver las caras de mis seres queridos al ver sus regalos. Momentos muy efímeros, pero que le daban algo de sentido a algo que no parecía tenerlo. Fuera de esos momentos, un cierto vacío interno, una insatisfacción permanente.

Pero más tarde, no recuerdo cómo (me imagino que fue parte del proceso que me trajo de vuelta con fuerza a la Iglesia), vislumbré lo que significa la Navidad. Y, ¡ay, amigo mío! Que no tiene nada que ver con todo eso. Es algo tan grande que no se puede explicar, ni siquiera comprender, sin disminuirlo de alguna manera. Es una historia de abajamiento del infinito para acercarse al hombre, de encumbramiento del hombre para acercarle a Dios. No sólo acercarle: hacerle hijo en el Hijo, que es perfecto Dios pero también perfecto Hombre. Es también una historia de redención de una naturaleza caída, la humana, por parte del mismo Dios.

Y no sólo eso, porque lo que hace Dios es siempre actual, y ese nacimiento se sigue dando. Ese Niño sigue llamando a la puerta de nuestros corazones, a ver si le dejan nacer en algún sitio. Y se sigue encontrando muchas puertas cerradas a cal y canto. Porque las luces y los anuncios brillan mucho, y parece que no hay nada más que eso. Pero lo que importa no hace ruido, es silencioso, pero es mayor que todo el Universo.

“Él, el todopoderoso, el creador, el trascendente, se transforma en el Dios con nosotros (…) La fiesta de Navidad es un sonoro recuerdo de la historia, un sonoro recuerdo de la revelación de Dios que nos viene a decir que Él está, como lo dice tan bellamente el libro del Apocalipsis: “Él está a la puerta y llama”. Él está a la puerta de tu corazón y te está llamando. Dios está viniendo.”

(Cardenal Jorge Bergoglio, Homilía del 24 de diciembre de 2010).

¿Conocemos la Navidad? Cuando sólo veía hipocresía pensaba conocerla. Ahora empiezo a tener la sensación de que, a lo mejor, no la conozco lo suficiente. Aunque, al menos, ya no voy por un camino equivocado.

Artículo escrito por nuestro colaborador y católico con acción Jorge Sáez Criado

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